miguelillo

  


[Taller de reparación de bicicletas al comienzo de la bajada de sto tomás]


Y rofso, por donde se dejaban caer el gafas y el mono, corredores de bici.
Bueno, también estaba telesforo velázquez, frente al muro noroeste de san pedro, haciendo esquina, donde ahora se aloja otra entidad bancaria.

Telesforo no se manchaba las manos remendando bicicletas. El se dedicaba a despachar repuestos y componentes de calidad comprobada y, sin duda, descendía de un linaje nobiliario, cualidad que compartía con esos ujieres histriónicos que suben el caché de los organismos oficiales y que se extinguieron no hace muchos años.

Miguelillo no. Tocado con la boina nacional (que no barretina) habitaba un barracón no muy grande, con puertas de madera y un patio en el fondo donde crecía una higuera. Sentado en la calle, al sol de la mañana, escrutaba minuciosamente la cámara de una rueda en busca del poro que dejaba escapar el aire. Mientras, la goma languidecía flácidamente y miguelillo aproximaba más y más las lentes a la cámara sin obtener resultado.
Entonces la inflaba de nuevo y procedía a sumergirla en un balde de agua. Allí las burbujas ascendían delatando al orificio, apenas perceptible, y a nosotros, los chiquillos, se nos ponían los ojos como platos.

Como buen artesano de la bici, miguelillo no se subió nunca a un velocípedo. Más bien, se compró un coche al final de su vida, un seiscientos rojo que asoleaba en las mañanas cálidas del invierno y que a duras penas entraba en el taller a dormir por la noche. Nadie, que yo conozca, les vio moverse del umbral del taller, ni al coche ni a miguelillo. Ambos envejecieron sin hacer un ruido ni contaminar lo más mínimo, como los artilugios que le proporcionaban el sustento.
Yo llevaba la bici a rofso, que parecía más técnico y su taller era más grande.



veintiseis de mayo de dos mil doce